PROYECTO "NO COMERCIAL" DE EDGAR MORA CUELLAR, HOMENAJE A UN AMIGO


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Cuento de Eutiquio Leal

(Primer premio en el concurso del festival de Arte de Cali, 1968)

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SITIO CON INTENCION DE DAR A CONOCER LA VIDA Y OBRA DEL PROFESOR EUTIQUIO LEAL


viernes, julio 06, 2012

FUMAROLAS DE ABRIL

CAPITULO I*
Sin pensarlo porque carece de intención, no sabe por qué ni para qué anda. Va entrando al pórtico antiguo, enchapado en cobre y con aldabones de bronce patinado de orín. Altas paredes de piedra revegida, varicosa, maquilladas de verdín arcaico, que se prolongan indefinidamente, y por trechos periódicos dejan salida o entrada de corredores innumerables a ambos lados. Sus pasos resuenan en hueco, si se quiere en falsete, mucho más acompasados que las pisadas de él mismo. Tanto que llegan ensordecedores y desarticulados hasta sus oídos casi sellados y se los perforan dejando un cierto dolor medroso, sorpresivo. Mira de soslayo ante la insistencia de los taconeos, desconocidos aunque presuma que son sus mismos pasos, asaz en sordina irreconocible. Sorprendido y extraño de ojeadas en contorno sintiéndose perdido o perseguido por no se sabe qué sombras o qué voces inefables e inaudibles. De pronto un inesperado pasaje en tinieblas le sale al paso y le deja entrever sus entrañas de claroscuro apacible, solemne, impenetrable. Intenta entrar por él, pero un leve temblor en los músculos de la cara le parece el furtivo anuncio de alguna helada negativa. Continúa ahora escuchando su propio bordoneo de tacones, pero ya los siente en su cerebro, insólitos y sospechosos de inautenticidad. Empieza a ver, allá al fondo, una escasa vislumbre imposible de precisar. Sigue avanzando, más bien moviendo mecánicamente sus pies, invadido de zozobras y sin poder imaginar nada ni a nadie. Se detiene un poco a ver si alcanza a pensar en su vida, sus andanzas, su circunstancia; y no, no consigue entender ni hacer memoria de quién es, qué hace, dónde se encuentra, para dónde se dirige. Es que no llega a hacerse conciencia de sí mismo ni de su familia ni de los demás. Ahora le parece que alguna especie de sombra va delante, muy adelante, sin forma propia y sin dejar oír pasos ningunos sino que va metiendo no se sabe qué género de frío, un yelo que impregna todo el ambiente de pesadilla en que le parece existir. Evidentemente como que algo invisible o inexistente ambula ante él, muy adentro, que no quisiera dejarse identificar, ni siquiera detectar o percibir. Un lejano presentimiento de algo no precisable le invade el corazón y se lo deja pletórico de sinsabores y culpa de aquellas que lo persiguieron en su adolescencia y se le presentaron en sueños de brujas y de espantos. Pero ahora esas diabólicas apariciones soñadas antes se le figuran con sotana y otros hábitos religiosos que esparcen el aroma tintineante de sus camándulas y el aleteo delicado de sus cofias sagradas. La atmósfera del interior entrañada y umbría, no por culpa del sol sino por exceso de ese hollín etéreo o inmaterial, le impide ver algo, así sea a dos brazas de distancia. El acre fragancia de una mezcla de incienso y azufre disimulado por algún toque de tabaco en cocción, posiblemente alcanza a trascender al techo pétreo o metálico, que él adivinaría si buscara explicaciones y entendederas en las alturas. Hasta ahora no se le ha ocurrido siquiera balbucir una de esas oraciones que le enseñó la abuelita Laura, mucho menos repetir en silencio el Padre Nuestro que tanto machacó en sus años de monaguillo y catequista. Sus taconeos inarticulados, e insonoros ahora, según una posible presunción ya no son de él, pues a su perdida sensibilidad aparecen ajenos, de alguien que no está presente pero que sí está a través de las ondas supersónicas que llegarían del archivo del universo o sea la memoria del cosmos. Sinembargo él prosigue dando a veces trancazos, a veces pasos mínimos en la bruma, de todos modos vacilantes y ciegos hacia el frente, ya que no se atreve a dar media vuelta y retoceder. Algo podría quedar atrás, venírsele encima, poseerlo por amor o por venganza, vaya él a saberlo. Ahora le sale al paso un zaguán inmenso, caótico y desolado, que lo asedia cuando intenta evadirlo ya por la izquierda, ya por la derecha. Se ve impelido por quién sabe que fuerza de energía desconocida, y tiene que seguir: a él le parece que va retrocediendo hacia adelante, o algo por el estilo. Ineluctablemente ha de continuar por sitios inextricables, presumiblemente inexpugnable, que solamente pudieran haber existido en sus desvelos nocturnos cuando no quería dormirse para evitar las matemáticas visiones del Diablo encarnado en la persona del Padre Dávila, párroco de su pueblo natal. Siempre que intenta abocar una calle o un corredor o un zaguán, indefectiblemente palpa que algo o alguien lo detiene y le impide seguir por ellos en procura de salida, o aunque sea de una luz. Cada vez que una sombra o un ruido o una voz le ha indicado el peligro, él se ha imaginado un "detente, caminante", aunque sabe que ha perdido la capacidad de intuir y de entender. En ocasiones tiene la impresión de que muros, más que paredes, lo acosan por todas partes y su cuerpo danza aprisionado por una inmensa e intangible tenaza, que podría ser de vida pero también de muerte. Llega el momento en que le parece sentir urgencias de orinar, de plañir, de aullar, maldecir y hasta de llorar exclamaciones atronadoras, pero no se sabe qué instinto primitivo o qué presentimiento se lo atranca siempre que lo intenta. No hay duda: toda entrada tiene que tener una salida, así sea escabrosa o ignorada. Cuál y cuándo, es lo que él ignora y no imagina. Sonámbulo sigue y prosigue atolondrado por algo que continúa sin entender y no le permite cambiar de vientos, pues la brújula de su trayectoria se ha paralizado tal como su misma frente, su mismo destino o su propio periplo de lobreguez y cerrazón alcahuetas. Hasta este momento no ha habido derecho a un solo instante de entero raciocinio ni de voluntad. Una suerte de premonición al revés le abre un claro de aire, un tenue relámpago de plata en su mente. Es ahora cuando hace medio sueño de que estuvo en la batalla, que guerreó intensamente, practicó muchas y dolorosas marchas por entre la selva, pernoctó con sus tribularios bajo la maleza a pleno invierno cerrado, fue herido dos veces con tiros de fusil en combates diferentes, hubo de comer carne de mula y de mico salvaje, compuso canciones a sus guerreros y en esos tiempos soñaba con la liberación de los espíritus, se alimentó sin sal ni dulce durante cinco meses y medio... La casi conciencia de algo en su vida pasada lo martiriza ya que puede ser una mala conciencia, perturbación de su estado actual de inocente primigenio. Se asombra de habitar donde habita, de andar funanbuleando por atajos desconocidos y vírgenes, donde seguro nadie ha puesto sus plantas antes de él, o nadie más vuelva a repetir su viacrucis no religioso ni mistificador. Ahora le cae casi una ráfaga de duda: si no hubiera ido a la guerra, si hubiese encontrado alguna otra alternativa, si le tocaría otra vez, algún día o noche, repetir las peripecias de hombre alzado en armas sin ton ni son, solamente por acompañar a sus actores en la huida hacia la cordillera en una retirada que tal vez no se justificaría en cuanto a las mujeres, los ancianos y los niños. Pero no. Inmediatamente es atacado por la duda, el dolor, la desdicha, el abandono de todo incluso de sí mismo y del destino propio y ajeno, que le da igual. Recula ahora a lentos compases desequilibrados, de nuevo al margen de cualquier horizonte y de toda perspectiva geográfica o durable. El tiempo no cuenta para él ahora, ni el espacio es comprensible cuando solo es un embudo ciego, sin copa ni tubo de salida, ni no. Se tienta desnudo del todo, sin pena ni vergüenza, como purificado de toda veleidad y completa lujuria. Envuelto en tanta opacidad insoportable, acelera, trizca, galopa como si fuera el caballo "Azulejo" que le regalara su padre para hacerse buen jinete desde los cinco años de edad. En semejante tiniebla él no puede imaginarse ahora los secretos y tapujos de la abuelita Laura y la tía Ernestina, cuando le consiguieron la beca para el Seminario, a espaldas de don Pablo Antonio, compraron el ajuar, le midieron ropa y probaron zapato. Un estremecimiento helado y escabroso, un baño eléctrico de esos que ofrecía el cacharrero de su pueblo, le recorre todos sus miembros y sus venas. Neto robot avanza hacia el portalón. Parece que ya no se le escapa, pues sonríe esperanzado y su rostro se le ilumina de un fulgor al rojo vivo bajo la negrura sin límites. No se sabe cuánto tiempo duró aquella iluminación, aquel asombro ni aquella alegría, que desbordaron todas las perspectivas presentes. Lo cierto es que ahora, imperceptiblemente, se le han ocultado las paredes, el piso, los anhelos han desaparecido. Puertas, pórticos, portalones, zaguanes, pasillos, entradas y salidas se han esfumado. Esto no solamente se ha cerrado sino que se borró del todo y para siempre la esperanza y el mundo tenebroso. Sacude su cabeza y reacciona. La soledad de adentro y la de afuera de su materia corporal empiezan a recuperarse. Luego las piedras se van alejando, a los lados y arriba. Vuelven a iniciar su desvanecimiento las sombras subterráneas de su pecho y de los muros. En descenso ha venido perdiendo los ruidos, las voces cerradas y arcanas que él mismo nunca pudo escuchar bien pero está intuyendo dudosamente. Así, en actitud hierática viene desembocando en una glorieta interior, embebida en claridad, en solitaria lumbre, habitada por cuerpos reales y misteriosos inundados de ideales por alcanzar y destinos por cumplir a pleno sol. Sólo que esto no es sino un instante de deslumbramiento, por ahora. El joven se rebela, ensimismado, ante la hosca aparición del general Villate, Villota o Villete: ahora no precisa su nombre. Omnubilado escucha la voz de "firmes". Deniega. No quiere ser militar de esos, pero se ve así, en posición de parada militar inconmovible. La lumbre ha menguado poco a poco hasta desaparecer casi del todo, y él no sabe de nada, tal como antes no lo ha sabido. Todo ha sido tropeles de relámpagos. En esa posición lo encuentra la abuelita Laura, al cabo de muchos días. Pero él está dispuesto a ponerse "a discreción", ya, en el preciso instante de tomar las armas para entrar en una guerra que no le sabe explicar a élla. Se miran cara a cara sin parpadear un rato que a él le parece eternidad. Ahora los muros son visibles, el piso palpable, las alturas de banderas vivas. No precisa cuándo una amplia senda terminada en selva profunda, esplendorosa, rodeada de arboladura modernista, se le viene aproximando o él se le aproxima a élla de frente, el mundo invadido por cegante luz tropical. Al principio la abuelita Laura casi no lo reconoce. Pronto, cuando lo ve "a discreción" y da tres pasos por ella, lo bendice tres veces con su mano izquierda pensando en el hombre nuestro de cada día -como el pan. Entonces élla desaparece hacia su mundo cotidiano. Y el joven poeta existe ahora iluminado, sin saber si avanzar hacia la talvez senda amiga o hundirse de nuevo en el pórtico antiguo enchapado en cobre, helado, con aldabones de bronce patinado de orín.
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Inédito*

FUMAROLAS DE ABRIL

CAPITULO I*
Sin pensarlo porque carece de intención, no sabe por qué ni para qué anda. Va entrando al pórtico antiguo, enchapado en cobre y con aldabones de bronce patinado de orín. Altas paredes de piedra revegida, varicosa, maquilladas de verdín arcaico, que se prolongan indefinidamente, y por trechos periódicos dejan salida o entrada de corredores innumerables a ambos lados. Sus pasos resuenan en hueco, si se quiere en falsete, mucho más acompasados que las pisadas de él mismo. Tanto que llegan ensordecedores y desarticulados hasta sus oídos casi sellados y se los perforan dejando un cierto dolor medroso, sorpresivo. Mira de soslayo ante la insistencia de los taconeos, desconocidos aunque presuma que son sus mismos pasos, asaz en sordina irreconocible. Sorprendido y extraño de ojeadas en contorno sintiéndose perdido o perseguido por no se sabe qué sombras o qué voces inefables e inaudibles. De pronto un inesperado pasaje en tinieblas le sale al paso y le deja entrever sus entrañas de claroscuro apacible, solemne, impenetrable. Intenta entrar por él, pero un leve temblor en los músculos de la cara le parece el furtivo anuncio de alguna helada negativa. Continúa ahora escuchando su propio bordoneo de tacones, pero ya los siente en su cerebro, insólitos y sospechosos de inautenticidad. Empieza a ver, allá al fondo, una escasa vislumbre imposible de precisar. Sigue avanzando, más bien moviendo mecánicamente sus pies, invadido de zozobras y sin poder imaginar nada ni a nadie. Se detiene un poco a ver si alcanza a pensar en su vida, sus andanzas, su circunstancia; y no, no consigue entender ni hacer memoria de quién es, qué hace, dónde se encuentra, para dónde se dirige. Es que no llega a hacerse conciencia de sí mismo ni de su familia ni de los demás. Ahora le parece que alguna especie de sombra va delante, muy adelante, sin forma propia y sin dejar oír pasos ningunos sino que va metiendo no se sabe qué género de frío, un yelo que impregna todo el ambiente de pesadilla en que le parece existir. Evidentemente como que algo invisible o inexistente ambula ante él, muy adentro, que no quisiera dejarse identificar, ni siquiera detectar o percibir. Un lejano presentimiento de algo no precisable le invade el corazón y se lo deja pletórico de sinsabores y culpa de aquellas que lo persiguieron en su adolescencia y se le presentaron en sueños de brujas y de espantos. Pero ahora esas diabólicas apariciones soñadas antes se le figuran con sotana y otros hábitos religiosos que esparcen el aroma tintineante de sus camándulas y el aleteo delicado de sus cofias sagradas. La atmósfera del interior entrañada y umbría, no por culpa del sol sino por exceso de ese hollín etéreo o inmaterial, le impide ver algo, así sea a dos brazas de distancia. El acre fragancia de una mezcla de incienso y azufre disimulado por algún toque de tabaco en cocción, posiblemente alcanza a trascender al techo pétreo o metálico, que él adivinaría si buscara explicaciones y entendederas en las alturas. Hasta ahora no se le ha ocurrido siquiera balbucir una de esas oraciones que le enseñó la abuelita Laura, mucho menos repetir en silencio el Padre Nuestro que tanto machacó en sus años de monaguillo y catequista. Sus taconeos inarticulados, e insonoros ahora, según una posible presunción ya no son de él, pues a su perdida sensibilidad aparecen ajenos, de alguien que no está presente pero que sí está a través de las ondas supersónicas que llegarían del archivo del universo o sea la memoria del cosmos. Sinembargo él prosigue dando a veces trancazos, a veces pasos mínimos en la bruma, de todos modos vacilantes y ciegos hacia el frente, ya que no se atreve a dar media vuelta y retoceder. Algo podría quedar atrás, venírsele encima, poseerlo por amor o por venganza, vaya él a saberlo. Ahora le sale al paso un zaguán inmenso, caótico y desolado, que lo asedia cuando intenta evadirlo ya por la izquierda, ya por la derecha. Se ve impelido por quién sabe que fuerza de energía desconocida, y tiene que seguir: a él le parece que va retrocediendo hacia adelante, o algo por el estilo. Ineluctablemente ha de continuar por sitios inextricables, presumiblemente inexpugnable, que solamente pudieran haber existido en sus desvelos nocturnos cuando no quería dormirse para evitar las matemáticas visiones del Diablo encarnado en la persona del Padre Dávila, párroco de su pueblo natal. Siempre que intenta abocar una calle o un corredor o un zaguán, indefectiblemente palpa que algo o alguien lo detiene y le impide seguir por ellos en procura de salida, o aunque sea de una luz. Cada vez que una sombra o un ruido o una voz le ha indicado el peligro, él se ha imaginado un "detente, caminante", aunque sabe que ha perdido la capacidad de intuir y de entender. En ocasiones tiene la impresión de que muros, más que paredes, lo acosan por todas partes y su cuerpo danza aprisionado por una inmensa e intangible tenaza, que podría ser de vida pero también de muerte. Llega el momento en que le parece sentir urgencias de orinar, de plañir, de aullar, maldecir y hasta de llorar exclamaciones atronadoras, pero no se sabe qué instinto primitivo o qué presentimiento se lo atranca siempre que lo intenta. No hay duda: toda entrada tiene que tener una salida, así sea escabrosa o ignorada. Cuál y cuándo, es lo que él ignora y no imagina. Sonámbulo sigue y prosigue atolondrado por algo que continúa sin entender y no le permite cambiar de vientos, pues la brújula de su trayectoria se ha paralizado tal como su misma frente, su mismo destino o su propio periplo de lobreguez y cerrazón alcahuetas. Hasta este momento no ha habido derecho a un solo instante de entero raciocinio ni de voluntad. Una suerte de premonición al revés le abre un claro de aire, un tenue relámpago de plata en su mente. Es ahora cuando hace medio sueño de que estuvo en la batalla, que guerreó intensamente, practicó muchas y dolorosas marchas por entre la selva, pernoctó con sus tribularios bajo la maleza a pleno invierno cerrado, fue herido dos veces con tiros de fusil en combates diferentes, hubo de comer carne de mula y de mico salvaje, compuso canciones a sus guerreros y en esos tiempos soñaba con la liberación de los espíritus, se alimentó sin sal ni dulce durante cinco meses y medio... La casi conciencia de algo en su vida pasada lo martiriza ya que puede ser una mala conciencia, perturbación de su estado actual de inocente primigenio. Se asombra de habitar donde habita, de andar funanbuleando por atajos desconocidos y vírgenes, donde seguro nadie ha puesto sus plantas antes de él, o nadie más vuelva a repetir su viacrucis no religioso ni mistificador. Ahora le cae casi una ráfaga de duda: si no hubiera ido a la guerra, si hubiese encontrado alguna otra alternativa, si le tocaría otra vez, algún día o noche, repetir las peripecias de hombre alzado en armas sin ton ni son, solamente por acompañar a sus actores en la huida hacia la cordillera en una retirada que tal vez no se justificaría en cuanto a las mujeres, los ancianos y los niños. Pero no. Inmediatamente es atacado por la duda, el dolor, la desdicha, el abandono de todo incluso de sí mismo y del destino propio y ajeno, que le da igual. Recula ahora a lentos compases desequilibrados, de nuevo al margen de cualquier horizonte y de toda perspectiva geográfica o durable. El tiempo no cuenta para él ahora, ni el espacio es comprensible cuando solo es un embudo ciego, sin copa ni tubo de salida, ni no. Se tienta desnudo del todo, sin pena ni vergüenza, como purificado de toda veleidad y completa lujuria. Envuelto en tanta opacidad insoportable, acelera, trizca, galopa como si fuera el caballo "Azulejo" que le regalara su padre para hacerse buen jinete desde los cinco años de edad. En semejante tiniebla él no puede imaginarse ahora los secretos y tapujos de la abuelita Laura y la tía Ernestina, cuando le consiguieron la beca para el Seminario, a espaldas de don Pablo Antonio, compraron el ajuar, le midieron ropa y probaron zapato. Un estremecimiento helado y escabroso, un baño eléctrico de esos que ofrecía el cacharrero de su pueblo, le recorre todos sus miembros y sus venas. Neto robot avanza hacia el portalón. Parece que ya no se le escapa, pues sonríe esperanzado y su rostro se le ilumina de un fulgor al rojo vivo bajo la negrura sin límites. No se sabe cuánto tiempo duró aquella iluminación, aquel asombro ni aquella alegría, que desbordaron todas las perspectivas presentes. Lo cierto es que ahora, imperceptiblemente, se le han ocultado las paredes, el piso, los anhelos han desaparecido. Puertas, pórticos, portalones, zaguanes, pasillos, entradas y salidas se han esfumado. Esto no solamente se ha cerrado sino que se borró del todo y para siempre la esperanza y el mundo tenebroso. Sacude su cabeza y reacciona. La soledad de adentro y la de afuera de su materia corporal empiezan a recuperarse. Luego las piedras se van alejando, a los lados y arriba. Vuelven a iniciar su desvanecimiento las sombras subterráneas de su pecho y de los muros. En descenso ha venido perdiendo los ruidos, las voces cerradas y arcanas que él mismo nunca pudo escuchar bien pero está intuyendo dudosamente. Así, en actitud hierática viene desembocando en una glorieta interior, embebida en claridad, en solitaria lumbre, habitada por cuerpos reales y misteriosos inundados de ideales por alcanzar y destinos por cumplir a pleno sol. Sólo que esto no es sino un instante de deslumbramiento, por ahora. El joven se rebela, ensimismado, ante la hosca aparición del general Villate, Villota o Villete: ahora no precisa su nombre. Omnubilado escucha la voz de "firmes". Deniega. No quiere ser militar de esos, pero se ve así, en posición de parada militar inconmovible. La lumbre ha menguado poco a poco hasta desaparecer casi del todo, y él no sabe de nada, tal como antes no lo ha sabido. Todo ha sido tropeles de relámpagos. En esa posición lo encuentra la abuelita Laura, al cabo de muchos días. Pero él está dispuesto a ponerse "a discreción", ya, en el preciso instante de tomar las armas para entrar en una guerra que no le sabe explicar a élla. Se miran cara a cara sin parpadear un rato que a él le parece eternidad. Ahora los muros son visibles, el piso palpable, las alturas de banderas vivas. No precisa cuándo una amplia senda terminada en selva profunda, esplendorosa, rodeada de arboladura modernista, se le viene aproximando o él se le aproxima a élla de frente, el mundo invadido por cegante luz tropical. Al principio la abuelita Laura casi no lo reconoce. Pronto, cuando lo ve "a discreción" y da tres pasos por ella, lo bendice tres veces con su mano izquierda pensando en el hombre nuestro de cada día -como el pan. Entonces élla desaparece hacia su mundo cotidiano. Y el joven poeta existe ahora iluminado, sin saber si avanzar hacia la talvez senda amiga o hundirse de nuevo en el pórtico antiguo enchapado en cobre, helado, con aldabones de bronce patinado de orín.
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Teatro A

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Teatro B

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Hipólito Rivera, Jorge Eliécer Pardo, EUTIQUIO LEAL, Dario Ortíz Vidales y Carlos Orlando Pardo