PROYECTO "NO COMERCIAL" DE EDGAR MORA CUELLAR, HOMENAJE A UN AMIGO


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Cuento de Eutiquio Leal

(Primer premio en el concurso del festival de Arte de Cali, 1968)

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SITIO CON INTENCION DE DAR A CONOCER LA VIDA Y OBRA DEL PROFESOR EUTIQUIO LEAL


domingo, febrero 24, 2013

EL AMO DE LAS SIERPES

CUENTO de Eutiquio Leal

Los animales del día
a los de la noche buscan.
Miguel Hernandez

No se disfraza de Diablo
sino el que ha sido y lo es
Laura


Cuentan que tan pronto supuso estar casi en la corona del poder volvió a acordarse de su vocación: su entretenimiento preferido desde cuando en la escuela un maestro le había despertado su afición zoológica, y muy particularmente por la herpetología. Durante todo el resto de sus años compraba o hacía importar cuanta serpiente venenosa pudiese, o de vez en cuando salía al monte en busca de culebras. Las cogía con horqueta y lazada, se divertía con ellas, las cuidaba amorosamente. Siempre lo sedujeron la armonía de cada zigzag, el ritmo sigiloso de cada ondulación, los escorzos undívagos, la sensualidad desesperante de todo serpenteo. Contemplando la delicadez lasciva de esos largos y finos talles ondulatorios él se sentía entusiasmado, conmovido en la esquiva lujuria de todo reptar.

Parece que al considerarse ya reinante, este Lunes de medio junio mañaneó en sudadera a su serpentario particular situado al fondo del patio trasero de su residencia. Lo encontró irreconocible, como si no fuese de su familia: abandonado, sucio, hediondo.  Allá en su interior, prisioneros, no quedaban sino los ejemplares más resistentes, deformes y feroces, pues los pequeños y menos fuertes habían desaparecido: nunca se supo si por voracidad o descuido o complicidad. Ahora le fue dolorosamente fácil hacer el rápido inventario de memoria: una taya equis tropical, un crótalo calentano que era su predilecto, y una víbora europea. Las tres culebras notoriamente desentresijadas, debiluchas, lánguidas. Hasta el colorido de la decoración propia de cada una, antes luminoso y vivaz, se había tornado difuso, pálido, envejecido. Lo único que no se había modificado durante tan veloz campaña era el timbre del cascabeleo de su crótalo mayor. En todo aquel caos de la política ninguna serpiente había cambiado de piel, tal vez debido al hambre o a la sed, al abandono o a la época. De todos modos eran unos ejemplares que, no obstante su deterioro, aún dejaban presentir visos multicolores, pequeñas escamas sugestivas, arabescos ingeniosos que a él le remitían a las primeras visiones enfermizas de su adolescencia. Hacía memoria de ese juego cegante de luces candelillas, como de carnaval, y maldijo la hora en que su ambición de charreteras lo alejó de sus mimadas culebras. Entonces se propuso ayudar más a sus padres, desvalidos últimamente.

Según alguien, lo primero que hizo entonces fue increpar a sus criados y pensar que les anunciaría pronto la brasa del despido para ese fin de mes. Luego puso agua a sus consentidas y salió furioso y precipitado a traerles ratones, por lo pronto. Esa misma mañana decidió no volver a abandonarlas jamás y se hizo al ánimo de dedicarse, con mayor esmero, a la faena de visitarlas dos veces al día: antes del desayuno y después del almuerzo; personalmente cambiarles el agua y llevarles polluelos además de sapos y ranas que compraba por lotes en el criadero de los laboratorios universitarios. De todo ese acopio de bastimento los mejores bocados siempre fueron para su crótalo mayor, preferido desde el día que se lo trajo un culebrero profesional hacía ya más de doce años.

Antes del trote de la campaña había reunido a sus nuevos criados para enseñarles que la serpiente del Paraíso Terrenal, aunque había engañado a Eva con la manzana, sin embargo no hizo el menor intento de agredirla ni le causó daño alguno. También les enseñó el cuadro de la Inmaculada en que la Virgen está pisando una inmensa culebra y el animalito ni siquiera amaga abrir su boca inofensiva. Por último ostentoso les regaló el espejismo de una enorme serpiente de caucho, inflada a reventar, muy vistosa y apacible. Pero pronto esto fue para un desastre, pues una tarde en que los tres criados estaban tratando de acostumbrarse a ella les estalló sorpresivamente en un estruendo sobrecogedor. Los tres cayeron privados al piso, y el amo hubo de llamar de urgencia a su médico personal para que los volviera en sí. Entonces se arrepintió de haberlos tratado como verdaderos esclavos.

Durante los veintiocho soles y lunas de su fugaz campaña, había ocupado toda su fogosidad en reuniones secretas con los altos jerarcas naturales de la opinión, con los más antiguos generales de las fuerzas ocultas, con los jefes clandestinos del narcotráfico y de los grupos paramilitares. Todos sabían de su viaje a la capital del imperio y de sus compromisos internacionales, pero nadie se atrevió nunca a mencionarlo en las reuniones políticas. Durante aquellos veintiocho días y noches él había dejado a sus consentidas al cuidado de la servidumbre casera, olvidando tal vez que sus criados sentían un pavor perverso y una mala gana ancestral por las serpientes. Embriagado en el relámpago de su vertiginosa campaña, incluso omitió el mal agüero que ellos hacían extensivo hasta la misma alambrada del jaulón. Después, y para que lo observasen a espacio y se fuesen disuadiendo de sus prejuicios contra las consentidas, dio en distenderse boca-abajo cerca del jaulón después de haberlas complacido en todo.

Han dicho que allí se tendía en actitud de reptar y discurrir... que para su posesión se despojaría la indumentaria de civil y, así, de militar, daría forma a la liturgia de sus trances oficiales. Se ajustaría las botas negras estilo napoleónico, encajaría sus piernas y sus protuberantes glúteos en los ceñidos pantalones de paño de billar, galonados de azul turquí. Enfundaría su estrecho tórax y su amplia giba en la guerrera, enjalmada ya de rosetas tricolores y de medallones ficticios, mientras tanto. Finalmente se coronaría a sí mismo con el kepis de visera de charol y se pondría firmes frente al espejo, con todo el rigor clásico de los entrenamientos y las paradas de honor. Precisamente para eso antes había seguido fielmente un curso completo en la Academia Militar donde, con suficiente anticipación, lo adiestraron en los principales pasos y cuadres y saludos del prusianismo más moderno. Así, de momento se tomaría el poder, por lo que pudiese ocurrir con eso del auge del movimiento guerrillero nacional. Se proclamaría a sí mismo, en el más ceremonioso acto que jamás contemplara el código de los protocolos occidentales. En ese momento supremo de su vida democrática y republicana exclamaría en tono solemne de sermón bíblico: "Tomo posesión de la República!", en vez de haber dicho "Tomo el mando del Ejército". Sólo que inmediatamente advertiría su equivocación, pero rápido hizo cuenta que acaso no, y entonces dejó difuminar una tenue sonrisa civil de perfiles pretorianos.

Se rumora que esa semana anterior había dispuesto los detalles íntimos de la ceremonia privada de su posesión y las últimas órdenes para el desfile público que se habría de efectuar, simultáneamente, en la Plaza del Libertador. Los principales caciques del narcotráfico y de los grupos paramilitares deberían guardarle la espalda y el Estado Mayor Conjunto, en pleno, debía rendirle honores dentro de la hermética sala escogida. Al mismo tiempo todos los más connotados caudillos naturales de la opinión y sus dos directorios nacionales, presididos por la encumbrada jerarquía eclesiástica, recibirían, a nombre de él y en público, el desfile de armas y las aclamaciones del resto de la oficialidad, de la sub-oficialidad y de la tropa. La banda de guerra debería ejecutar la marcha triunfal a todo trueno, tan alto que se hiciera oír en Palacio allá por el vientre secreto de la sala de posesión.

Un lejano día de la última creciente de luna, anterior a la campaña de circulación cerrada, había estado haciendo cuentas frente al jaulón de sus consentidas: su crótalo mayor, muy desarrollado, con las dos hileras córneas de 13 cascabeles cada una; la taya más antigua, con tres metros largos y sus rayas cruzadas en letra equis de casi 13 centímetros a lo ancho; las siete corales rabo de ají, menuditas, cortas como las mapanaes y las tatacoas y las verrugosas; los más nuevos ejemplares: tres víboras europeas muy nerviosas y un áspid egipcio alebrestado, recién adquiridos y aún no hechos a la atmósfera carcelaria; un pequeño pitón real africano, que prometía monstruosas proporciones; tres pudridoras interioranas muy negras y dormisiempres. La única parejita de víboras criollas no pasaba entonces de nueve meses de edad, y una de ellas parecía medio cegatona. Aún lucían fuertes y hermosas. Era suficiente motivo para que la orquestación en pajeo delirante de sus lenguas bifurcadas le produjese a él esa excitación inconfesable, que podría ser la causa primera y última de su apasionado entretenimiento herpetológico. Y justo a través de ese entretenimiento lograba hacer alardes públicos de su hombría: esa hombría soberbia de que tanto se enorgullecen los generales, así fuesen como él: civil esfumándose a militar improvisado.

Cuentan que mucho antes, en sus frecuentes tertulias financieras, algunos de sus socios no alcanzaban a explicarse tanta devoción por los ofidios, siendo que a todo el mundo le repugnan y le producen un miedo urticante. A veces les respondía con el relato manido de cierta campaña en el Caquetá. Resulta que una noche de verano el pelotón del ejército gobernante, comandado por su padre, tuvo que acampar en un lucero de la selva, y allí acomodaron los equipos de guerra sobre un árbol caído; dizque al otro día no hallaron ni árbol ni equipos, y sólo siguiendo la ancha serpentina de una huella por el hojarascal pudieron cerciorarse que no se trataba de un árbol caído sino de una boa constrictor de tamaño gigante. En ocasiones les recordaba la costumbre de algunas religiones que adoran a las serpientes porque las consideran sagradas y propiciatorias de la buena suerte, o les insistía en el rito hindú de quienes se ensimisman hasta levitar tocándole pífano a las cobras. Y como si todo esto estuviera muy lejos para la experiencia de sus socios, remataba preguntándoles si acaso no veían a los culebreros de las plazas de mercado, con sus enormes güíros enrollados al cuello y acariciándoles el escalofriante lomo de hielo. Con esto les demostraba que la culebra no es el enemigo del hombre, que muchos creen. Y en prueba de ello ante todos ofrecía alimento en mano a su crótalo mayor.

Dicen que la víspera de su posesión, en plena menguante de junio, no salió de su residencia y todo lo coordinó por teléfono. Ese día, muy temprano mandó llamar al peluquero de Palacio y parsimoniosa mente soportó maniquiur, pediquiur, afeites, depilación, masaje, empolvada, etcétera, y luego lo despidió aún empiyamado y sin bañarse pensando en hacerle un buen aumento de sueldo tan pronto se posesionara. Al día siguiente no se vestiría sus galas de mandarín sino al llegar las dos de la tarde, pues solamente a las tres comenzarían los actos oficiales de su consagración como Primer Magistrado, antes de los agasajos, las condecoraciones efectivas y todo lo demás. Ya llegado el día, vistió la sudadera y se dedicó a contemplarse en el espejo. Así se deleitó consigo mismo, se admiró las pestañas y acarició la barbilla, se amó una y otra vez en todas las posiciones posibles e imposibles hasta caer casi desmayado en su lecho de solitario, como si hubiese decidido no decidir más nada.

Posiblemente ahora sin haber advertido que no se acordó de cumplir su costumbre de atender él mismo a sus consentidas esa mañana, luego de un temprano almuerzo a base de licores fuertes y carnes añejas, según su costumbre reciente se fue a gozar la siesta junto al jaulón. Toda su servidumbre debía verlo ahí de nuevo hasta convencerse que las culebras no son como las pintan. Tendido allí en posición reptante con la mejilla sobre el brazo derecho, poco a poco se quedó fundido pensando en la trascendencia universal de su consagración sobre la República de la democracia en Estado de Sitio. A poco rato mientras lo oían roncar morbosamente, y pensando en congraciarse con él, los tres vinieron en puntillas al serpentario con su labor de cada uno distribuida de antemano. Uno correría el cerrojo, otro abriría la portezuela del jaulón, otro colocaría la artesa del agua en la puerta, otro la empujaría con una escoba, otro lanzaría adentro la bolsa de los polluelos, otro la rompería con un cuchillo enastado en una vara, otro cerraría la portezuela, otro y otro. Pero cuando el crótalo mayor empezó a desperezarse para deslizarse hacia la artesa del agua, los tres saltaron en falso, salieron corriendo despavoridos y volaron a esconderse en la cocina, lívidos, tembleques. El deslizamiento de ese suavísimo reptar nunca fue para ellos, como para él, disfrute y solaz íntimos de indecible autocomplacencia. En cambio calculaban que ya era el momento en que el amo andaría perdido en confusos sueños de victorias fulminantes de contraemboscados, parlamento de faltriquera, militariación de toda la práctica religiosa del país, salud y vida eterna para su padre... pesadillas de auxilio a su madre paralítica, a quien visitaría enseguida de su posesión...

Dizque poco después el criado a quien había correspondido la tarea de correr el cerrojo o la de cerrar la portezuela, no sabían cuál de todos pero uno de ellos hizo memoria de que no se acordaba si lo había hecho. Entonces ése mismo convidó a los otros dos para que lo acompañaran a reparar desde lejos, fuera de peligro. Cuando se resolvieron a ello iniciaron la marcha cuidadosa, pero por ir embebidos espiando hacia el jaulón alguno pisó una cuerda caída, de las de tender ropa, y todos brincaron electrocutados de miedo creyendo que era una culebra. Casi enseguida repuestos del susto siguieron avanzando furtivamente y pudieron escuchar muy nítido el cascabeleo, antes de ver al fiel crótalo mayor enchipado muy junto a los pies de su amo. No alcanzaron a gritar "Virgen santísima” porque en ese mismo instante el amo dejó rodar su pierna derecha sobre la chipa de su consentido.

Parece que ninguno de los criados pensó en acercarse a defenderlo, y los oídos del vecindario no oyeron nada por estar copados con la fiebre de los televisores escuchando y viendo a los panegiristas oficiales y oficiosos que anticipaban la noticia de la posesión del Primer Magistrado. Y cuando los criados tuvieron coraje para volver su vista al serpentario, el resto de las serpientes, la taya equis y la víbora europea ya se habían liberado también del jaulón.
Bogotá, octubre, 1983.

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