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Cuento de Eutiquio Leal

(Primer premio en el concurso del festival de Arte de Cali, 1968)

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SITIO CON INTENCION DE DAR A CONOCER LA VIDA Y OBRA DEL PROFESOR EUTIQUIO LEAL


jueves, septiembre 04, 2008

Cuentos publicados en Gato encerrado

Publicados en Gato encerrado Número 5 - Noviembre Diciembre de 1980 (pagina 42)
REVISTA LATINOAMERICANA DE LITERATURA Y ARTE
Dirección: Eutiquio Leal, Fernando Soto Aparicio, Jorge Eliécer Pardo

La Ceremonia (1)
EUTIQUIO LEAL

Revista Gato Encerrado
Y el condecorado general había ido hasta la pieza de los niños para besarlos con ternura marcial y echarles la bendición antes de la ceremonia íntima del despojo de su flamente uniforme de parada, en una serie de actos jerarquizados y minuciosos como si él fuera a despojarse al fin de su propia vida.

Ponerse firmes silbando el himno nacional ante su cama de somiés y gobelinos extranjeros, para empezar por la gorra verde-satinado con visera metálica y luego entronizarla en el asta de la bandera tricolor que presidía su dormitorio; con suma decencia desabrochar el cuello de su perfumada guerrera y zafar toda la abotonadura de oro; diplomáticamente liberar los brazos uno por uno de sus mangas y colgar la guerrera en el solterón de cedro libanes enchapado en marfil; con toda dignidad correr la cremallera de su pantalón y púdicamente desenfundar las piernas de los dos tubos de paño de billar galonados de largo con brillante cinta azul turquí; quedarse así, con ostensible majestad incrustado en sus altas botas germánicas, envuelto sólo en camiseta y pantaloncillo de seda lila, para luego ir con paso marcial a prender el televisor y volverse en orgullosa marcha triunfal hacia la silla mecedora de sus visiones, sus desvelos, sus desatinos, su primer sueñito de cada noche, de su muerte segura.

Desde el inicio de su falso reposo el general había principiado a sumirse honorablemente en una turbia atmósfera de somnolencia, balanceándose en la mecedora de mimbre con los pies embotados y entubados puestos a la bartola sobre el caramanchel más próximo. Todo esto antes de que al general se le nublara la vista y empezaran a aparecérsele sus visiones alucinadas, terribles, acusadoras.

La penosa labor secreta suspendida hasta el próximo amanecer, cuando habría de repetirla en un proceso inverso, le había empanado la mente y todas sus facultades humanas y castrenses, a pesar de que su rutinario trajín de todas las mañanas no consistía sino en infligir bárbaros ejercicios físicos, como preliminares. Así que dentro de su sensible vahído de enajenación no fueron las piernas ni los brazos ni la espalda ni su musculatura lo que más le dolía e inquietaba; fue ese martillar de sus sesos, esa henchida bolsa de agua sucia que le daba tumbos en su cráneo siempre que movía los ojos o pretendía pensar, sobre todo ahora ante el televisor, como si estuviese tratando de recordar su propio martirio, aquel que podría llegarle como venganza de alguno de los martirizados por su soberbio coraje militar. Cada vez que intentaba espantarse esta mala visión, sacudiendo la cabeza y amenazando a dos manos, el general sentía que se le iba el mundo, que se quedaba vacío como las cañerías del cuartel en algún posible verano secular.

Al paso de las horas, la tibieza del ambiente familiar y los cambios de luces en la pantalla le iban encendiendo y apagando más y más esos efectos narcóticos de magia primitiva, que le hubieran caído tan bien durante la ceremonia del despojo voluntario, de hacía tal vez dos horas, o en aquella otra del martirologio colectivo. El general ya no alcanzaba a entender si sus actos eran los de la pantalla o si éstos de la televisión venían a ser mejor sus propias acciones proyectadas. Tal vez todo eso no fuera más que el reflejo de sus figuraciones afiebradas y enrarecidas... acaso... el futbolista-estrella prediciendo el triunfo de su propio equipo... la primera dama de la nación enternecida con los gamines... el sacerdote millonario haciendo propaganda a su próximo banquete...: ideales éstos de la agonizante cordura del general, de su interesada sensiblería social.

De un momento a otro la pantalla principió a proyectar la imagen resplandeciente de un muy conocido y condecorado general en su siempre oficio de torturador, ahora violentando a una joven por haber sido sorprendida, infraganti, sembrando gotas de fuego y organizándolas en jardines y paraísos terrenales. Desde entonces una doble ceremonia empezó a cumplirse cuando el general de la mecedora salió de su somnolencia y tuvo que reconocerse a sí mismo en el general que en la imagen luminosa estaba ejerciendo su trabajo de ablandamiento para que cantara la jovencita sembradora y organizadora.

En el doble de esta ceremonia cada uno de los condecorados generales bajó brusco del caramanchel sus pies, embotados y entubados, y en forma simultánea los dos lanzaron su maldición predilecta; cada uno tomó su pistola Colt calibre 380, con ademán rabioso; al mismo tiempo el general de la mecedora apuntó al de la pantalla y el de ésta apuntó a su espectador, ambos con la misma mano derecha, mientras los dos se santiguaban con la misma mano izquierda; cada uno de los generales cerró los ojos al apretar el disparador de su pistola... hasta el último tiro de su ráfaga, que era la misma del otro.

En esta ceremonia el estruendo hizo añicos al televisor haciendo polvo a toda la casa y alcanzando a castigar con definitiva violencia el cuartel de las flagelaciones, que nunca más volvió a figurar ni siquiera en los planos oficiales de la ciudad militarizada.

(1) Del libro inédito: PARTE SIN NOVEDAD


El Seguimiento (1)
EUTIQUIO LEAL

Y aquellas repetidas pisadas comenzaron a convertírsele en obsesiva preocupación. Porque al principio las escuchó allá en la remota lejanía y casi ni las toma en cuenta; pero después se le venían haciendo menos lejanas, más próximas y audibles, hasta que no hubo escapatoria y tuvo que aceptar la tenebrosa idea de que algunos pies misteriosos lo venían siguiendo con persistencia inquietante, a lo largo de toda la noche.

Pero ese lóbrego eco no parecía natural ni humano, ya que ahora su lúgubre sonsonete golpeteaba en la sombra de la noche como pico de acero sobre piedra de sacrificio. Pronto el perseguido advirtió que a medida que él se esmeraba por acelerar su marcha, así mismo sentía que aquellos taconazos sólidos, rítmicos, militarizados, y sus correspondientes golpeteos, iban acrecentando su amenazante velocidad de manera que la llegada a su trabajo ya se le hacía muy dudosa o imposible.

Acaso el perseguido conocía el precepto de la clandestinidad que para estos trances aconseja no volver la vista, no mirar atrás ni a los lados, hacerse el desentendido... pues pronto determinó seguir sin vacilaciones como nunca, con la resolución que antes casi no tuvo jamás, como si ningunos trancazos lo vinieran siguiendo y persiguiendo durante toda la noche. Entonces consideró imprescindible no incurrir en aquellos traspiés que a veces daba a la bartola, mantener un movimiento familiar tanto en las piernas como en los brazos, levantar la cara y sostenerla bien erguida de frente, para no dar lugar a malentendidos ni a sospechas.. En todo caso no aparentar que se está prestando atención a lo que sucede en su contorno; caminar con firmeza y desenvoltura, muy de prisa, como quien sabe de fijo que su apoderado defensor lo está esperando, con su absolución, al final de la cuadra.

Con tenacidad ascendente sentía que lo seguían asediando compases militares, tableteos deshumanizados, estrepitosos truenos inhumanos, que poco a poco se le fueron creciendo como estridencias férreas de pezuñas metálicas; y todo ese tropel agredía a paredes y muros, a puertas y ventanas, a sardineles y pavimento, al cráneo del perseguido y a su sitiado corazón asustadizo.

Por eso el recelo inicial se le fue fundiendo en un algo medroso que ahora le hacía tremolar los dedos de las manos y le engarrotaba los pantalones, para traerle a traición el yelo ácido de su terco reumatismo; así hasta ponerlo a tiritar y castañetear como si un frío glacial le viniera practicando su tenaz operación de seguimiento y lo envolviera en tétrico sudario de nieve mortal; y así hasta zambullirlo en ese yerto estado gelatinoso que lo desorientó del todo, ese asombro que le impedía reconocer las calles y las esquinas y los postes y las bombillas apagadas... hasta cuando ya no supo nada de nada, ni de la ciudad ni de la hora ni de esa noche sin salida en que los truenos satánicos y acechantes ya lo venían alcanzando. De pronto un mal paso, como casi todos los suyos hasta entonces-, le lanzó un chisguete de limo a la cara y le cegó los ojos.

Algo después y ya al despuntar la madrugada, un populoso griterío vino a sacarlo de su crónico sonambulismo o su marilo-quería; pero sólo cuando el perseguido pudo cerciorarse de que la tronamenta sabue-sa provenía de la maciza sombra de un monstruoso gorila y cuando al fin logró entender el peligro del gorilato, sólo entonces la sombra de los trancos guerreros se le fue definiendo como un orangután de tamaño gigante. La fiera caminaba de balanceo en balanceo como si anduviera en zancos, sobre .dos chirriantes fusiles acrecentados. Pronto alcanzó a divisar que los brazos del monstruo eran dos peludas y retorcidas bayonetas largotas, pero no pudo darse cuenta de si el monstruo tenía cabeza y rostro ni de cómo serían uno y otra, pues apenas consiguió reconocerle un enorme casco de guerra maltrecho, oscurecido y condecorado. Hubo un momento en que la fiera fue siendo atacada por un populacho enfurecido y ella empezó a crujir y rechinar como si alguna podredumbre electrónica la estuviera erosionando por dentro.

A poco el perseguido queda inmerso en una poderosa multitud que viene avanzando arrolladora. Tropel de canciones esperanzadas, júbilo de consignas victoriosas, viento de risas y catarata de susurros entusiasmados; desfile de banderas ondulantes sobre pancartas y gallardetes al lado de cintas vistosas y escarapelas y escudos adheridos a blusas y solapas enfebrecidas; piernas y pies danzarines como viva maraña de dinamismo propio; torbellino de aires engalanados de globos y bombas multicolores en medio de confetis y serpentinas alebrestadas; saludos de abrazos y besos echados al viento cual juguetonas cometas de agosto; encanto de fragores y aliento de promisión enastados en aludes benignos de delicias insuperables; frescura y goce por encima y por dentro del alba y de su ambiente renovador.

De esta muchedumbre pronto se desprende, ahora, un formidable grito universal que va a percutir y estallar violentamente contra el monstruo perseguidor. De modo que el perseguido logra verlo saltar en trizas y puede sentir la explosión sónica que al final de la madrugada no deja del orangután sino una turbia nube de humo hediondo y un acre olor a pólvora podrida. Ante semejante estallido el hombre entra del todo a su conciencia y sube definitivamente a su auténtica ubicación en la aurora, en su trabajo, en su ciudad, en el universo.

(1) Del libro inédito: PARTE SIN NOVEDAD

(Ilustraciones de Julián Delgadillo)

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